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El auténtico Yucatán está lejos de la mirada de los turistas

Giovanna Dell´orto/AP
Martes, 13 de Febrero de 2007

No puedo sino pensar en los contrastes: turistas y lugareños, lo antiguo y lo moderno, el lujo y a pobreza. Foto:AP       ver galería

Tulum, México. de febrero. En medio de la brisa vespertina, las olas color turquesa embisten una costa rocosa, mientras las palmeras se mecen en una estrecha franja de arena blanca y un pelícano sobrevuela la zona como si no pudiera decidirse por una presa entre la variedad de peces que nadan bajo el agua.

Yo descanso en mi hamaca, bajo una sombrilla hecha de hojas de palma en un "hotel ecológico", justo al sur de las alucinantes ruinas mayas de Tulum, en la costa mexicana del Caribe.

Las nubes de tormenta, incendiadas por el sol, dejan caer una llovizna varios kilómetros tierra adentro, pero nada puede afectar mi rincón paradisiaco. Sólo me pregunto una y otra vez si Panchita opina lo mismo.

Panchita Kama es la menudita joven maya que me vendió dos pañuelos bordados a mano por un dólar en la víspera, en el parque arqueológico de Chichén Itzá, que fue la ciudad más importante de su etnia hace un millar de años.

Al viajar unos 200 kilómetros hacia el oriente, desde las imponentes pirámides mayas, se recorren poblados con construcciones que datan de la colonia y humildes asentamientos de cabañas en medio de la selva, hasta llegar a Cancún, la gran ciudad-balneario.

No puedo sino pensar en los contrastes: turistas y lugareños, lo antiguo y lo moderno, el lujo y a pobreza. Es como ir del glorioso pasado de México por su duro presente hacia un futuro abierto al exterior.

Y me pregunto qué le hará el futuro a los otros dos tiempos.

Cancún ha cumplido cabalmente con su cometido: genera 6.000 millones de dólares en ingresos anuales a México y aporta algunos de los empleos mejor remunerados en México. Los huéspedes de los hoteles lujosos en Cancún no tienen mayor empacho en gastar 500 dólares diarios durante sus vacaciones, pero quienes trabajan en el turismo tienen suerte si ganan 400 dólares al mes.

Los salarios son tan buenos para los estándares locales que numerosos mexicanos han emigrado a la ciudad-balneario en busca de trabajo.

"No encontrarán un solo poblado donde no viva alguien que no trabaje en Cancún o Estados Unidos", dijo Bianet Castellanos, profesora de la Universidad de Minnesota, quien estudia los efectos de la economía del turismo en Cancún sobre las comunidades mayas.

Castellanos dijo que esos ingresos permiten a las familias que se quedan en el medio rural incorporar la carne a su dieta basada en maíz. Después de todo, éste es un país donde miles de personas protestaron a comienzos de febrero por un incremento en el precio de las tortillas, el alimento nacional.

Pero buena parte del dinero que los turistas dejan cada año en la costa se queda en los bolsillos de las corporaciones que poseen los grandes hoteles.

"El mundo que ven los turistas no es el que pueden ocupar ni remotamente quienes trabajan para la industria turística", dijo Dominique Rissolo, arqueóloga, quien ha trabajado 15 años con los mayas.

Ello puede notarse si se presta algo de atención. Pese a lo cautivador de las ruinas mayas y la belleza de las playas, me resulta imposible escapar del país auténtico, en cada lugar que visito.

Ahí estaba el hombre flaco y con el torso desnudo que cargaba un voluminoso montón de leña con un mecapal. Salió inesperadamente de la espesura, sobre un tramo de la carretera de cuota que atraviesa la Península de Yucatán. No había ninguna aldea a la vista y la única señal de actividad la daba un enjambre de mariposas, revoloteando en el calor de 32 grados centígrados.

En la carretera libre, que corre paralela, vi niños que jugaban al fútbol con sus padres, pateando una pelota de trapo, mientras la madres y las hermanas observaban desde sus chozas, vestidas con sus inmaculados huipiles bordados.

Frente a una amplia plaza de Valladolid está el Convento de San Bernardino, un monasterio de 1550, ubicado en el corazón de la ciudad, una joya colonial. Un grupo de hombres veía un partido de fútbol, atisbando entre los desajustes de la señal de un televisor instalado en un improvisado puesto comercial.

A unos 40 kilómetros, la multitud de turistas y vendedores de artesanías colma el asombroso complejo de Chichén Itzá. Van desde la pirámide central, con sus 91 escalones que se elevan al cielo, hasta el cenote sagrado, una fosa natural que se extiende por el subsuelo.

En los templos y plataformas están grabadas las imágenes de jaguares, serpientes, cráneos y guerreros.

En un domingo, cuando la entrada a los sitios arqueológicos es gratuita, los residentes locales se bañan alegremente en la franja de playa, al pie de las colinas de 12 metros, sobre las que se yerguen las ruinas arqueológicas más fotografiadas del Caribe, Tulum, del siglo XV.

El sitio y el pequeño poblado homónimo están menos de 160 kilómetros al sur de Cancún. Paso por Playa del Carmen, donde la bulliciosa zona comercial, llena de insistentes vendedores, recuerda que es ahí donde descienden los pasajeros de los cruceros.

La carretera que une a Cancún y a Tulum es ampliada, de dos carriles a cuatro, y ello traería nuevas construcciones a la zona. Pero por ahora, la mayor parte de los turistas no va al sur de las ruinas de Tulum, donde la carretera serpentea entre los manglares, hasta la playa. Ahí, hay varias palapas iluminadas por las velas y provistas de mosquiteros, que reciben por igual a turistas y lugareños, como reemplazo de las lujosas habitaciones con aire acondicionado en los hoteles.

"Esto todavía es para nosotros", dice el camarero en Zamas, mi hotel, mientras me sirve un boquinete en una condimentada salsa de achiote. Señala hacia una playa y al mar donde se pescó la cena hace unas horas.

La mañana siguiente, entro al mar en una lancha con dos buzos locales, una familia de Nueva York y una pareja de Texas.

Nadamos sobre el arrecife de coral, donde vemos tortugas, meros y unos peces redondos y negros, que tienen una marcas en azul fluorescente.

Esa noche, me hago preguntas sobre los cambios y el futuro de este rincón de playas, selva y civilizaciones antiguas, mientras duermo rodeada por las palmeras, la silbatina de un ave y un par de lagartijas.

Sólo espero que haya una forma en que los dólares de los turistas puedan dar un futuro mejor a la gente que he conocido, sin transformar su tierra ancestral en una franja artificial de lujo anónimo.

Es mi última mañana en la península, y perderé el vuelo si me quedo más tiempo en la playa, viendo a los pescadores, que reciben las órdenes dadas a señas por el cocinero, mientras navegan.

Pero no puedo abandonar el gentil meneo de la hamaca. Espero que Panchita lo comprenda.

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