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¿Aniquilar la “insurgencia”?

El Discurso/Roberto Ramirez Bravo
Lunes, 11 de Noviembre de 2013

Con el asesinato de dirigentes sociales el gobierno intenta desarticular la guerrilla. Foto EPR       ver galería

Una característica común compartían la dirigente de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, Rocío Mesino; el dirigente de la Larsez, Raymundo Velázquez, y el dirigente de la Organización Popular de Productores de la Costa Grande (OPPCG), Luis Olivares Enríquez: a los tres el gobierno los consideraba guerrilleros.

Tal vez no sea el caso del de Unidad Popular de Iguala, Arturo Hernández Cardona, pero se emparenta con los anteriores en el hecho de que los cuatro eran líderes de lucha permanente, bien cohesionados con las organizaciones que representaban, y muy difíciles para ser cooptados por el gobierno.

Los cuatro están muertos, todos fueron asesinados casi a la vista de todo el mundo. Los cuatro, en distintos momentos, habían impulsado la alianza de organizaciones sociales como el Cecop, los comuneros de Carrizalillo, los normalistas de Ayotzinapa, los mineros de Taxco, con quienes habían trabado sólidas relaciones.

Sus muertes, en consecuencia, no pueden ser hechos aislados, sino todo parece indicar que forman parte de un desmantelamiento por vía de la desaparición física de los luchadores sociales, en particular aquellos más beligerantes y difíciles de controlar. ¿Un desmantelamiento de lo que desde el poder político se percibe como una eventual insurgencia?

Desde el nacimiento de la OCSS –en la cual Mesino y Olivares coincidieron, si bien después se separaron–, esta organización ha sido hostigada e identificada como cuna de guerrilleros por el gobierno. Hay que recordar que Benigno Guzmán e Hilario Mesino, sus fundadores, fueron acusados de ser integrantes del EPR para ser encarcelados. En el campamento Tierra y Libertad, donde se asentó buena parte de los seguidores de Guzmán Martínez –encabezados, entre otros, por Luis Olivares–, el Ejército llegó a intentar incursiones y mantuvo una estrecha vigilancia con el argumento de que ahí había un bastión del EPR.

En un análisis que publicó recientemente en la revista 99 Grados el columnista Octavio Augusto Navarrete Gorjón, que conoce del asunto, advierte que el origen de los desplazamientos de comunidades en la sierra no debe buscarse en la presencia de narcotraficantes, porque éstos siempre han estado ahí, sino en un hecho que estaría por desencadenarse y del que los habitantes se dan cuenta: el eventual brote de movimientos guerrilleros en la zona.

Es posible que el gobierno –o alguien más– haya hecho esta misma lectura, y que, sumado a los anuncios de crear una policía comunitaria entre Atoyac (zona de influencia de Mesino) y Coyuca de Benítez (zona de influencia de Olivares-Velázquez), además de la descomposición política en que se encuentra el estado, haya visto como probable un inminente alzamiento armado.

¿Fue, entonces, el gobierno quien los mandó matar? Es difícil hacer una afirmación de esa magnitud, sin las pruebas en la mano. Sin embargo, al menos por omisión, el gobierno sí tiene responsabilidades.

Según fuentes de inteligencia militar y civil, a que este reportero ha tenido acceso a lo largo de los años, el gobierno (federal y estatal) daba por hecho la participación de Rocío Mesino, de Luis Olivares y de Raymundo Velázquez en los grupos armados que de manera intermitente han hecho aparición pública. Inclusive, se recordará la filtración a la revista Proceso, antes del asesinato de Miguel Ángel Mesino Mesino, en el sentido de que a éste se le ubicaba como dirigente del Comando Justiciero 28 de Junio.

Estas muertes tienen el antecedente de otros asesinatos: el 16 de febrero de 2011 fue ejecutado Rubén Santana Alonso, a quien el gobierno identificaba como integrante del EPR primero, y después del ERPI, y lugarteniente del comandante Ramiro, Omar Guerrero Solís; y el 3 de julio de ese mismo año fue ultimada a balazos Isabel Ayala Nava, ex esposa de Lucio Cabañas.

Otro dato curioso de similitud entre estas muertes es que, si bien aparentemente las víctimas fueron atacadas en una forma que permitiría intuir la presencia del crimen organizado, fue el gobierno el que los hostigaba. A Rocío Mesino, por ejemplo, el gobierno la detuvo sin pruebas y la encarceló en marzo pasado; y a Luis Olivares, la PGJE empezaba a vincularlo con el asesinato de Raymundo Velázquez, a pesar de la cercanía entre los dos líderes ahora muertos.

Por otro lado, hay otros indicios preocupantes: en lo que ha transcurrido de la administración de Ángel Aguirre Rivero, siete dirigentes de organizaciones y seis militantes han sido asesinados; dos ecologistas están desaparecidos; 40 policías comunitarios han sido detenidos y tres de ellos, dirigentes, Nestora Salgado, Bernardino García y Gonzalo Molina, continúan presos. Otros detenidos han sido ciudadanos que han protestado contra las obras del Acabús y damnificados por retraso en los programas.

El gobierno del estado ha endurecido su discurso, amenazando a alcaldes con desaforarlos si alientan las autodefensas, y con contener con prisión la protesta social.

La pregunta es: ¿de qué se trata? ¿De incendiar al estado, de tensarlo más de lo que ya se encuentra?

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